Don Juan Manuel de Solórzano, caballero español nacido en la ciudad de Burgos, llegó a la Nueva España como parte de la comitiva del entonces Virrey don Diego Fernández de Córdova. En 1636 se casó con la hija de un acaudalado minero de Zacatecas, doña Marina de Laguna, mujer tanto virtuosa como atractiva, e instaló su residencia en el número 90 de la calle, hoy llamada, República del Uruguay, muy cerca de la del Virrey en turno: don Lope Díaz de Armendáriz, Marqués de Cadereita.
La convivencia diaria entre estos dos personajes dio origen a una gran amistad. El Marqués, admirado por la inteligencia de don Juan Manuel, cuyo único pecado era el de celar terriblemente a su mujer, decidió asignarle el cargo de “Privado del Virrey”. Tal decisión provocó grandes disgustos y recelos entre quienes presidían el gobierno virreinal.
En su deseo de venganza, y conociendo la única debilidad de don Juan Manuel, sus enemigos corrieron el rumor de que, en ausencia de éste, su mujer recibía la visita de un caballero. Un día, don Juan Manuel, cegado por los celos, corrió en busca del supuesto amante. Trastornado por la ira, sacó un puñal que hundió en el pecho de la víctima hasta causarle la muerte. A la mañana siguiente, el inocente fue sepultado, y el asesino, conducido a la prisión con orden de ejecución.
Al saber lo ocurrido, el Marqués de Cadereita movió todas sus influencias para salvar a su amigo, pero, a pesar de sus esfuerzos, la mañana del mes de octubre de 1641, cuando todo parecía estar de su parte para salvarle la vida, amaneció don Juan Manuel colgado de la horca, sin saber nadie por orden de quién había fallecido.
Aunque el gobierno trató de acallar lo sucedido, la misteriosa ejecución de don Juan Manuel dio origen a tantas polémicas, que el hecho histórico se transformó en una de las leyendas más comentadas hasta la fecha.
La transfiguración del suceso cuenta la siguiente historia: don Juan Manuel, consumido por la tristeza de no haber tenido herederos, decidió consagrase al fervor religioso enclaustrándose en el convento de San Francisco. Para no descuidar sus negocios, mandó traer de España a uno de los sobrinos a quien más confianza y afecto tenía para que se hiciera cargo de tan importantes diligencias. Pasados algunos días, el temor por creer que, en su ausencia, doña Marina lo había engañado con algún hombre, le hizo engendrar los más terribles e infundados celos, que lo arrastraron hasta la locura. Esa noche, trastornado por la desesperación, invocó al diablo prometiendo entregarle su alma a cambio de información sobre el supuesto adúltero que lo había deshonrado. Acudió Lucifer al llamado y ordenó a don Juan Manuel que saliera del convento y que, justo a las once de la noche, matara al primer hombre que pasara cerca de su casa.
A la noche siguiente del crimen, apareció de nuevo el demonio para informar a don Juan Manuel que el hombre asesinado el día anterior no tenía culpa alguna en la afrenta; pero que, si quería encontrar al responsable, tendría que salir todas las noches a la misma hora y asesinar al primer hombre que encontrara próximo a su domicilio, hasta el día en que la propia figura del maligno se apareciera junto al cadáver del culpable.
De nuevo instalado en su mansión y envenenado por el odio, don Juan Manuel salía todas las noches a la calle, poco antes de las once. Cubierto con una capa negra, esperaba al primer individuo que pasaba enfrente y, acercándose, le preguntaba la hora.
Todos le respondían siempre “las once”, y él, sacando un puñal de entre sus ropas, les contestaba: “¡Dichoso usted, que sabe la hora de su muerte!”. Terminado el sangriento trabajo, daba la vuelta y tranquilamente regresaba a sus habitaciones.
Una de tantas mañanas, tocaron a la puerta del caballero; era la ronda que, día a día, recogía el nuevo cadáver y lo transportaba a casa de sus deudos. Don Juan Manuel, al examinarlo, reconoció el cuerpo de su querido sobrino. La impotencia y la desesperación parecieron volverlo a la realidad y, desconcertado y arrepentido, corrió al convento de san Francisco. Entró a la celda de uno de los más sabios y fieles religiosos y, uno a uno, confesó todos sus crímenes, alegando que, al cometerlos, se encontraba bajo las órdenes de Lucifer. El reverendo, sin perder la calma, le mandó como penitencia, para poder absolverlo de sus culpas, que se presentara al pie de la horca durante tres noches seguidas y rezara un rosario.
Durante la primera noche, cuando aún no concluía el rosario, don Juan Manuel escuchó, sin saber de quién ni de dónde provenía, una lúgubre voz que suplicaba: “¡Un Padre nuestro y un Ave María por la salvación de don Juan Manuel!”. Temeroso, el arrepentido volvió a su casa y esperó hasta el amanecer para ir al convento y contarle a su confesor lo sucedido.
Éste le indicó que continuara con su penitencia, ya que era la única manera en la que conseguiría la absolución. Obediente, don Juan Manuel volvió esa misma noche y, cuando se disponía a rezar, vio un cortejo de fantasmas que conducía su propio cadáver en un ataúd.
Más muerto que vivo, se apresuró a casa de su confesor y, temiendo cercana la muerte, le pido que le concediera la absolución; el sacerdote, satisfecho con el buen comportamiento del caballero, decidió otorgarle el perdón, con la condición de que no faltará esa última noche a cumplir su penitencia.
De esa tercera ocasión, no se conocen muchos detalles; únicamente que, a la mañana siguiente, se encontró, colgado de la horca, el cadáver del señor don Juan Manuel de Solórzano. La leyenda asegura que fueron los propios ángeles quienes colgaron a don Juan Manuel. Se dice que sus pecados nunca fueron perdonados.